Remaba con mi tabla de surf hacia el horizonte.
Entre mi tabla y el horizonte venían 4 ó 5 olas sin reventar: estaba seguro que una de ellas, por lo menos, rompería encima de mi.
Remaba con fuerza.
A pesar de estar mojado por el agua del mar notaba esas gotas de sudor, saladas también, que se fundían con el agua del mar en mi rostro.
No eran muy grandes, menos de un par de metros, y sabía que el revolcón serían sólo unos segundos zarandeado por la fuerza de la ola.
Simplemente debía dejarme llevar y la tabla, arrastrada por la ola, tiraría de mi tobillo (al que estaba unida por el invento) y me sacaría a la superficie.
Pasé la segunda ola y al ver la tercera sabía que era ella, la que rompería frente a mi. No tenía motivos para seguir sudando. Todo era muy racional, unos segundos de revolcón, dejarme llevar, la tabla tiraría de mi y estaría en la superficie respirando de nuevo.
No tenía miedo a la ola, tenía miedo a esos segundos allí abajo en los que tendría que encontrarme conmigo mismo.